lunes, junio 30, 2014

Casarse en tiempos del Mundial


Casarse en tiempos del Mundial





Este fin de semana estuvo lleno de contrastes. Apenas el sábado se casaron en Morelia dos de nuestros mejores amigos. A él lo conozco desde la infancia, así de añeja y transparente es nuestra amistad. Con ella no es diferente, puedo decir que también la vi crecer después de cerca de diez años de conocernos; aquella chava temerosa que se aventó venir al gran circo que es esta ciudad, es hoy una mujer plena y encantadora.

El cariño que siento por ambos es enorme. 
Y así de enorme fue su fiesta. Todos pensamos que la lluvia arruinaría la celebración, a juzgar por las cubetadas de agua que nos cayeron en la carretera, prácticamente durante todo el camino. Pero nos equivocamos. Ese día nos favoreció con un sol resplandeciendo en cada una de las esquinas del jardín. La ceremonia fue íntima y calurosa. Fotos y abrazos, eran sonrisas por todos lados, magnificadas después por el sabor de la cuidadosa selección de platillos michoacanos que llenaron nuestras mesas y, claro, nuestras barrigas. A pesar de que fluyó mucho alcohol, todos lo mantuvieron en el punto exacto para que no terminara en la impertinencia, exceptuando el hecho de que terminamos cantando a grito pelado, como si fuera el Himno Nacional, los éxitos de Kabah, OV7, Jeans y Litzy. Estábamos felices así, desinhibidos. El gozo fue total en todos los sentidos, tanto para los novios como para todos los invitados. 
Con esa felicidad a cuestas nos fuimos a dormir pasada la media noche. 
Al otro día, los novios tuvieron la amabilidad de conseguir un espacio (un bar, pues) para que todos nosotros, sus amigos exiliados futboleros, pudiéramos recalar un par de horas, o tres si las cosas se complicaban con los malditos penales. Con la misma amabilidad colocaron carnitas en el centro de las mesas y todos fuimos uniformados con la camiseta verde de nuestro equipo. 
Había un sentido de pertenencia y confianza en esta Selección. 
La victoria era más que esperada, era ya un hecho para muchos. Algunos hablaban del calor jugando a nuestro favor, pero otros pensábamos en que este equipo tenía algo diferente en comparación con el de otros mundiales. Se les veía mucho más confiados en lo que hacían y en lo que eran capaces de hacer. Creíamos que ya habían vencido ese miedo de siempre después de la medalla conseguida en Londres; la medalla que ahora nos sabe a chocolate. No sé si nos equivocamos, lo cierto es que después de el gol de mago que nos regaló dos Santos, el equipo se volcó atrás, olvidándose de sus principios: "se asustó de su propio poderío y se refugió en su área como en el regazo materno", dice Juan Villoro con suma razón. Finalmente, a uno se le pasa el tiempo –por no decir, la vida– viendo cómo en cada Mundial no nos llega ese brinco de calidad tan esperado... siempre se nos va de las manos en la última hora, en el minuto certero, en el "ya merito". Hoy, lunes, ya hablamos de las promesas que nos esperan para el Mundial de 2018: son chicos que apenas sobrepasan los veinte años. 
Lo más triste es que cuando dieron el pitazo final, después de los 8 minutos más largos y desesperantes de nuestras vidas, volteé a ver a mi alrededor y todos, los mismos con los que disfrutamos la noche anterior, tenían la cara desencajada y la vista perdida en la tele o en el fondo de las botellas de cerveza ("Yo no estoy triste, a mí qué, a mí me gusta el americano", me dijo uno de ellos en su negación). Supongo que esa era también mi propia imagen. Cómo es el futbol, cómo nos cambia tanto. De pronto, vinieron a mi recuerdo esos mismos rostros de hace 20 años (¿dije 20 años?), de la gente que conozco desde entonces, lamentándose con Jorge Campos tirado con la cara sumida en el pasto. Nadie lo podía creer, a nadie le gusta ver la película con el mismo triste final un sinnúmero de veces: el mito del eterno retorno en su apogeo. 
Así que de inmediato tomamos las llaves del auto, nos despedimos con cierta premura, y emprendimos la huida sin saber qué decirnos. Estoy seguro que si hubiéramos tenido una victoria que contar, la fiesta del día anterior habría encontrado su exacta réplica dominguera. En vez de eso, como síntoma de la derrota, decidimos anticipar nuestra vuelta a casa, así como lo acababa de hacer esta Selección: el equipo que siempre nos arranca un "nunca habían jugado así", hasta que llega el próximo Mundial y se nos va en un suspiro.






Notas del final:

1. Sin que sea excusa, Robben se tiró un clavado para que le otorgaran un penal. Hagamos memoria y también en el Mundial pasado Argentina abrió el marcador con un gol en claro fuera de lugar. Parece que en octavos de final también jugamos contra el árbitro.
2. Este equipo sí tenía algo diferente, más allá de la energía del Piojo… dos jugadores están actualmente inactivos por fractura: ambos se lesionaron jugando para la Selección.
3. Ya sé qué se sentiría irle al Cruz Azul.
4. Las promesas para el futuro, jugadores de mi Pachuca: Jurgen Damm, Miguel Herrera Equihua, Rodolfo Pizarro y Marco Bueno. Sin olvidar a Héctor Herrera que va a llegar en plenitud.

Cerrar un ciclo

Cerrar un ciclo


Oficialmente, hoy apareció en mi historial un bonito 10 con don Lorenzo Meyer. Cursé con él en el posgrado de Historia una materia sobre la política en la ficción mexicana del siglo XX. Me evalúo con un ensayo y dos exposiciones: una del "Complot Mongol" de Rafael Bernal y otra sobre "Un asesino solitario" de Élmer Mendoza. No conocía ninguna de las dos novelas, las dos lo sorprendieron, según me contó.
Y todo esto lo expongo aquí no por presumir, sino porque así cerré un ciclo de vida que demoró en culminar cerca de 10 años. Cuando por primera vez fui honesto conmigo mismo y decidí darme de baja del ITAM, cual soldado, muy a pesar de la vergüenza que sentía con mi padre, declarándome "incompetente en materias del mercado", como canta Fito Páez. Reprobé Economía I cuatro veces seguidas. En uno de mis últimos días, un profesor, cuyo nombre recuerdo sin rencor, y que si lo mencionara seguramente lo reconocerían por algunas entrevistas que da a medios nacionales, literalmente me dijo que "hay gente que de maceta de corredor no pasa": se refería a mí. Nunca antes había contado esto porque nunca antes me había sentido así de humillado. Tenía menos de veintidós años. Me fui por la puerta de atrás, como perro regañado.
Y ahí me tienen, perdido, buscando lugar por todos lados, preguntando en todas las universidades posibles si me revalidarían las materias que sí había acreditado; matemáticas y contabilidad entre ellas, orgullosamente, con su respectivo 6. Cuando mi padre me dijo que, decididamente, no invertiría ni un peso más en ninguna otra universidad privada (¿o fui yo quien pensó eso por pura pena?), llegué al COLMEX; en parte recriminándome por nunca oír a mi madre que siempre me dijo que yo debí de haber estudiado historia en donde fuera. Pero en ese entonces, cual colmo en mí para este caso, tenía pretensiones económicas, y bastante altas.
En el COLMEX recibieron mis documentos para Relaciones Internacionales y, no sé cómo, pasé a la segunda etapa en el proceso de selección: una entrevista. Ese día me recibió el mismo Lorenzo Meyer quien, hojeando mis papeles, y prácticamente sin mirarme, me dijo que no me podían recibir porque ya había cursado más de dos años en la misma carrera a la que aspiraba. Cerró el folder y me lo devolvió en ese mismo momento. Sentí que me habían despedido. Ya no recuerdo qué hice al salir, es muy probable que me haya ido a llorar al Six Flags.
Pero la misma montaña rusa de la vida me trajo a la UNAM. Lo demás es historia ya conocida para muchos de ustedes. Todo esto se lo conté a él el día que amablemente nos invitó a comer a su casa para celebrar el fin del semestre. Salíamos con algunas copas encima, estaba lloviendo, y aprovechando el valor que me suele dar el vino, y la íntima confianza que por momentos inunda al alumno con su maestro, se lo confesé de golpe. Evidentemente me dijo que no se acordaba de mí, y no esperaba lo contrario. Sólo quería que lo supiera. "¿Y finalmente qué piensa hacer ahora?", me dijo. "Pues ya ve, me moví a la literatura y por ahí me voy". "Oiga, qué bueno, pues siga por ese camino, pero no se va a hacer rico", me dijo sonriendo, antes de despedirse de mí para después abrirme el portón de su casa.

lunes, abril 21, 2014

Al tío Carlos

Me pasa siempre que me siento ante la computadora dispuesto a adelantar la tesis. Abro esta red social que, a pesar de todo y de todos, no la considero tan "maldita" como algunos; finalmente, compartir memes para ejercitar la ironía, exponer puntos de vista y compartir enlaces interesantes con mis coterráneos letreros me sigue pareciendo una actividad redituable.
Pero hoy fue un poco diferente, lo que detuvo mis actividades fue la fatalidad que, tristemente, en nuestros días sólo se comunica así: a medias, entre líneas, como sin querer. En días anteriores vi que algunos de mis familiares en Guadalajara y Morelia habían posteado notas que dejaban entrever que alguien en la familia había muerto. No quise preguntar para no arruinar mis vacaciones en la Huasteca, estúpidamente. No sería alguien cercano, pensé, mi madre ya me habría llamado. Hoy, sin embargo, los comentarios de estas publicaciones las volvieron a sacar a flote y esta vez no pude contenerme a hacer lo que debí desde un principio por pura amabilidad, aunque a la larga se pudiera tratar de un pariente desconocido: abrir una "ventanita" y preguntar desde mi encierro ególatra: ¿Quién se murió?
Se murió mi tío Carlos. Efectivamente, no era un tío con quien tuviera una relación cercana. Exprimo en mi memoria y son muy pocos los recuerdos que tengo de él, pero ahora que lo pienso detenidamente, lamento muchísimo su muerte no por esos recuerdos que me faltan, sino por todas las historias que no pude escuchar de su boca. Podría decir sin temor a equivocarme que el tío Carlos era el mayor cuenta cuentos que jamás vi y escuché. Y en verdad, conozco a muchos, y muy buenos. Relataba historias fantásticas, increíbles, imposibles, pero nunca de mentiras. Era un prestidigitador al puro estilo de la película "Big Fish", de esos chapados a la antigua, a los que ya no se les escucha ni presta atención ante la incredulidad postmoderna. Mi madre me contó que uno podía encontrárselo "por ahí" en el centro de Uruapan, y decir amablemente: "Pásale a mi oficina". Su oficina era, en realidad, una banca en el parque, a la que le arrimaba un pedazo de cartón como cortesía, en consideración a las posaderas de sus invitados. Porque las pláticas con él eran largas, de nunca acabar. Y justo así fue la ultima que tuvimos con él, la última en la que yo estuve presente, hace justamente un año. En aquella ocasión nos relató un montón de historias sobre busca tesoros, de aquellos tiempos que tuvo de gambusino en las que encontró algunas monedas, un camión imposiblemente enclavado en una colina, y sobre los fantasmas que resguardan sus tesoros. Ese día pensé que aunque él se lamentara de no haber encontrado mucho, en realidad no buscaba otra cosa sino historias, muchas de las cuales hoy se quedan enterradas.
En fin, con estas breves líneas lo recuerdo y le dedico estas palabras que escribí en mi Tuiter después de platicar con él:

El tío Carlos ha dedicado gran parte de su vida a contar historias y a buscar tesoros. Dice que para ambas basta una sola cosa: creer.

Una pena que se me haya muerto el tío que me contaba las historias, así como dicen que Rulfo decía.

miércoles, marzo 26, 2014

Por el color de mi short


Por el color de mi short

Lo compré hace no mucho tiempo en una barata de alguna tienda departamental. Por menos de 200 pesos bien valía la pena obviar que debajo del short azul sobresalía una especie de licra de color naranja fosforescente. Pensé que la licra resultaría sumamente confortable, que me evitaría rozamientos incómodos a plena carrera y, claro, algún tirón o desgarramiento en los muslos. En realidad me importaba un verdadero pepino que tuviera una licra naranja fosforescente debajo, más aún si estaba en descuento. Supuse una ganga, un 2x1, sin imaginar que al día de hoy lo llegaría a considerar una especie de prenda maldita que, ante el juicio de algunos conductores, cuestionaría mi heterosexualidad.
Llegué a esa conclusión hoy por la mañana, contando la enésima vez que me mienta la madre un taxista quien, tal parece, relaciona la homosexualidad con el color de la vestimenta. Ya me habían gritado “joto” desde un carro en otra ocasión y hoy, haciendo memoria, recordé que vestía esta misma prenda. No es que me resulte ofensivo, simplemente no entiendo qué relación encuentran estos homínidos entre un color y las preferencias sexuales de los demás. Su ecuación es más o menos así: si un “joto” va en la bici, le puedo aventar el carro, mentarle la madre y no hay consecuencias. Porque los “jotos” son “jotos” y ya.  Pero hoy fue diferente. Sucedió así:
Recorría en medio del tráfico avenida Sonora para cruzar Chapultepec. Un taxista se acerca a mis espaldas intempestivamente y a la distancia comienza a revolucionar el motor de su Tsuru 4 puertas sin aire de forma amenazante. Intenta rebasarme, pero no le doy la oportunidad, finalmente yo venía ocupando mi carril según el reglamento de tránsito: extrema derecha. Sigue con los acelerones. Después ya trae la ventana abierta, grita cosas que no alcanzo a distinguir por distancia y el ruido del tráfico. Me toca el claxon recordándome a mi madre, una y otra vez, como si con su pito pudiera hacerme desaparecer. Después logró cambiarse de carril y pasarme, pero, malas noticias: nos tocó el rojo del semáforo.
Por supuesto que yo ya estaba más que encabronado. Supongo que quien se veía amenazante ahora era yo, porque en cuanto hizo alto total, subió su ventanilla. Me acerqué y le toqué, una o dos veces, sin mirarme extendía las manos como si no supiera lo que pasaba. Volví a tocarle la ventanilla, abrió sólo un poco, dubitativo, blanco.
“Venimos tranquilos, ¿o no venimos tranquilos?”, le dije posando mi mano derecha sobre su puerta. Asintió como si no hubiera terminado de escuchar lo que le decía.
“Pues a mí usted me parece muy nervioso acelerando el carro. ¿Qué tanto me gritaba allá atrás?”
No supo qué decir, dijo algo entre dientes que no sé si fue una disculpa o un insulto. Pero ni una palabra salió de su boca. Finalmente, seguí mi camino, mientras él se quedó ahí estampado en el tráfico. Había puesto en su lugar a uno de los tantos que se creen dueños de la ciudad, con mi short azul con licra naranja fosforescente muy bien puesto. 

miércoles, febrero 19, 2014

Pon tu oído




Sin mucho que agregar comparto este poema que, desde Uruguay, me ha dedicado mi amigo Xavier Duarte Artigas. Agradecido por eso y, sobre todo, por el "tiempo de abrazar".






Para ITOCUAZ, un amigo del alma, señor en las letras de un admirable México, país de la dolida y candorosa América, que nos ha prestado generosamente su corazón.


Pon tu oído

Pon tu oído sobre el angosto tabique en el que alguna vez reposó,
mi retrato.
Vestigio opaco,
óseo,
extrañamente terráqueo,
inexplicablemente polvoriento;
cuánto silencio.
Como puedas trata de escuchar,
haz el esfuerzo de enamorar tu oído con mi canción,
muda con la mirada al guijarro en pimpollo de flor;
búscame en la rumorosa sordina de tu propio silencio,
que enmudece cualquier otro silencio.
Es zumbido,
ajeno a los que antes oíste,
después.
Es plano,
libélula en su forma de ninfa acuática,
inexorablemente moribunda.
Es queja,
música entre los sones de la turbulencia,
llanto de contrafagot que se parece a corazón,
desconsolado.
Inmensa ola de mi naufragio privado,
minúsculo;
fondo del mar tan sólo visible por ojos muy abiertos,
de alguien que ha muerto y todo lo contempla,
en el dorado marco,
secreto,
interdicto,
de 2 o 3 cosas cobijadas en la limpidez de lo blanco,
transparente;
copo de nieve en su caída lento,
tan sólo sostenido por la roseta de su cristal.


Xavier Duarte Artigas